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Nuestro corresponsal comparte una anécdota que tuvo con el cineasta en Ollantaytambo, en ocasión del 5º Congreso Mundial de Indios y el 1º Congreso de Movimientos Indígenas de Sudamérica

Cuando lo conocí, en febrero de 1980, el cineasta Andrea Tonacci estaba filmando en una callejuela estrecha y pavimentada con piedras rosadas, en Ollantaytambo, a 3 mil metros de altura, en plenos Andes. Venía de São Paulo, donde vivía, para documentar el 5º Congreso Mundial de Indios y el 1º Congreso de Movimientos Indígenas de Sudamérica, en el que estábamos inscriptos, como delegado el indio pareci (grupo indígena autodenominado Halítiou Arití) Daniel Matenho Cabixi de la aldea de Rio Verde (Mato Grosso) y yo que lo acompañaba como observador.

Una llovizna fina, un viento helado y cortante nos obligaron a correr por la calle en busca de abrigo en las ruinas de una fortaleza. Más abajo, el rio Patakancha corría en dirección al lecho pedregoso del Urubamba, indiferente a lo que se comentaba sobre la inauguración oficial del evento en la Plaza de Armas del Cuzco, por la ausencia de Marlon Brando y de Jane Fonda, cuya participación había sido anunciada con cierto alarde por el canadiense George Manuel, presidente del Consejo Mundial de los Pueblos Indígenas. Esto acabó causando una cierta frustración a los participantes, entre ellos los lapones autodenominados vikings y más de 300 líderes indígenas de todos los países de América, excepto Uruguay, donde los Charrúa continúan invisibles.

Durante algunos días – del 27 febrero al 3 de marzo – convivimos con Andrea en aquel escenario soberbio del Templo del Sol de enormes piedras y una vista del Valle Sagrado de los Incas, impresionante por su red de terrazas y canales que permitían drenar el suelo para la agricultura. “Debemos resucitar esas ruinas para reconstruir el 2° Imperio del Tahuantisuyo” decían las polémicas tesis del congreso. Fue entonces que la cámara de Andrea Tonacci registró una acalorada discusión entre los delegados de los diferentes grupos de debate.

Choxonnataxanaxaic

En la Comisión de Indianidad, Filosofía e Ideología, de la cual yo participaba con voz, pero sin derecho a voto, el debate dividió, de un lado a los Guajiro de Venezuela y de otro, un indio Toba (autodenominados Qom) de la Provincia del Chaco, que tildaba de “marxista e izquierdista” a todos los que no estaban de acuerdo con su glorificación al general Jorge Videla, entonces dictador de Argentina. Nadie podría imaginar que Videla un día sería condenado y preso por “terrorismo de estado”, por tortura y muerte de 8 mil personas y que, víctima de una indefectible y justiciera diarrea, moriría sentado en el vaso sanitario de su celda.

De todas maneras, manifesté públicamente mi desacuerdo con el indio Toba y por eso, fui recriminado por un periodista escandinavo frente a la cámara de Andrea: “Usted no puede sofocar la voz de los indios” – me dijo. Le observé que aquella voz no era indígena, que la defensa de la tortura no hacía parte de la cultura Toba. Si fuera hoy, yo le agregaría que la lengua Toba, de la familia Guaicuru, no tiene la palabra que pueda significar “tortura”, pero usa choxonnataxanaxaic para designar “solidaridad”, según registro del lingüista Orlando Sánchez en “Rasgos Culturales de los Tobas”.

Todavía no he visto el documental de Andrea en los Andes, con su título informativo: “Discusión Ideológica en un intervalo del encuentro indígena en Ollantaytambo, Perú” (1980, 30’), que entrevista Constantino Lima, ex diputado por el Movimiento Indio Tupak Katari (Mitka) con opiniones que son, sin embargo, bastante conocidas. Para Constantino, “esa izquierda que nos abraza, que nos llama hipócritamente de hermanos y que nos clava un puñal por la espalda, es mucho más peligrosa que la derecha, que nos discrimina como indios de mierda, con la que podemos combatir de frente”.
No era la primera vez que Andrea filmaba a los indígenas. Cuando subió a los Andes peruanos, tenía ya la experiencia del proyecto “La visión de los vencidos” que desarrolló con una beca de Artes Creativas de la Fundación Guggenheim y que le permitió filmar comunidades indígenas en los Estados Unidos y en América Central. Valió la pena que aquel niño nacido en Roma, en 1944, migrase con su familia a São Paulo y no finalizase los cursos de ingeniería y arquitectura para dedicarse al cine. Brasil perdió un ingeniero y a lo mejor un arquitecto, pero ganó el más creativo director del movimiento conocido como “Cinema Marginal”.

Viendo las estrellas

En Brasil, Andrea produjo documentales con indígenas de diferentes etnias. Vivió tres años en Pará, donde convivió con grupos no contactados. Allí conoció a los indios Arara. “Una vez me quedé ocho meses continuos en la floresta” cuenta, narrando su experiencia en el área del actual Estado de Tocantins.

En Maranhão, fue adoptado por una familia de indios Canela Apãniekra, con quienes vivió por algún tiempo. “Salíamos para cazar, después, a la noche, nos sentábamos para fumar un cigarrillo de marihuana y mirar las estrellas” relata, diciendo que aprendió a observar los astros con los originarios, “que viven cantando y danzando y saben cuando un cuerpo extraño aparece en el cielo”. Documentó sus rituales, los cotidianos, los conflictos por tierras y la masacre que sufrieron. Todo eso puede ser visto en “Conversas no Maranhão” (1977), en los “Discursos Canelas”(1979) y en “Os Araras”(1980).

Andrea convivió también con los Guaraní y registró la vida de la líder religiosa KeretxuMirî, doña Aurora Carvalho da Silva, que narró su larga caminata hasta CaieiraVelha en el litoral de Espírito Santo (1978, 30’) en busca de la Tierra Revelada. Nacida en la aldea Palmera Sagrada, en Paraguay, pasó por las ruinas de Santa María, en Argentina y por diferentes aldeas del sur de Brasil, vivió en Minas Gerais hasta llegar a la Aldea Boa Esperança (ES). Andrea llevó esas imágenes, así como el canto ritual de un viejo guaraní para mostrarlas en otras aldeas de Cananeia (SP).
Sin embargo, la obra prima que justifica el pasaje de un cineasta por el planeta, fue “Serras da Desordem” (2006), premiado en el Festival de Gramado como mejor director. Filmó 140 horas en Maranhão, en el interior de Bahía y en Brasilia, para contar la historia de Carapiru, un indio Guajá, que después de ver su aldea incendiada por pistoleros en los años 1970, huye para terminar deambulando por las sierras centrales de Brasil durante diez años, hasta ser acogido por una comunidad rural de Bahía, a 2.000 km de su aldea de origen. Aunque no hablaba una sola palabra de portugués, logra comunicarse con la comunidad que comprendió su drama. La alegría de vivir de Carapiru, a pesar de la masacre, contagia a los moradores de la comunidad, que comparten comida, afecto y trabajo. Tiene algo mágico que restaura la esperanza en la humanidad.

Actores de si mismos

Se trata de un hecho histórico reciente que fue ampliamente divulgado por los medios de comunicación, después que el indigenista Sydney Possuelo localizó a Carapiru y lo llevó en su propio carro a Brasilia, en 1988, donde sería entrevistado por el Jornal Nacional de la TV Globo. Para eso, el jefe de puesto de la FUNAI envió de la aldea de Maranhão un bilingüe hablante de guajá y de portugués. Cuando los dos quedan frente a frente, el joven intérprete de 18 años, reconoce a Carapiru como su padre, de quien fuera separado por la matanza y el incendio de la aldea.

“Esa historia del reencuentro de una familia deshecha me afectó porque yo estaba viviendo lejos de un hijo pequeño” dijo Andrea.

El film es una reconstitución de los hechos, una escenificación en la que Carapiru y los demás personajes interpretan años después sus propios papeles. Además, reúne material de archivos, grabaciones hechas por la televisión, testimonios, recortes de periódicos, entrevistas, mezclando documentales, ficción, arte y vida.

No tuve más contacto personal con Andrea Tonnaci que sin embargo me acompaña en las clases de la Universidad, donde siempre exhibo “Serras da Desordem”. Andrea nos dejó el viernes 16 de diciembre, víctima de un cáncer en el páncreas, pero seguirá presente cada vez que los espectadores se encanten con la belleza perenne de su film, un canto de esperanza, de resistencia y de solidaridad que nos ayuda a reflexionar sobre la alteridad y nos coloca en la piel del otro.

José Ribamar Bessa Freire
Fecha:1/01/2017

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