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Un Foro organizado por Servindi y otras instituciones permitió reflexionar en torno a la compleja relación existente entre el concepto de Interculturalidad y la defensa de la Madre Tierra.

Los hopis y la Gente de la Luna

Dicen que en 1960, cuando la NASA se preparaba para enviar a los primeros hombres a la Luna, buscaron un paisaje que tuviera aspecto lunar y que preparara psicológicamente a los astronautas. Considerando además que debía ser un lugar desértico y lejos de los curiosos, no hallaron mejor sitio que la región de los indígenas hopi (los llamados indios pueblo), al noreste de Arizona. Un día, cuando los astronautas estaban entrenando y tenían los trajes espaciales puestos, se acercaron un viejo y un joven hopi. El viejo sólo hablaba en su lengua y el joven podía traducir tantito al inglés, así que preguntaron a los astronautas qué era lo que estaba pasando, por qué estaban ahí en su territorio.

Vistiéndose de paciencia, los foráneos explicaron que se estaban entrenando para ir a la Luna. Los hopi se mostraron admirados y, tras conversar entre ellos en su lengua, preguntaron si podían enviar un mensaje a la gente de la Luna. Los astronautas aceptaron entre burlas, aunque trataron de sacarlos de la ignorancia explicándoles que alli no había vida. Pero ofrecieron entregar el mensaje. El viejo le dictó al joven, que sabía escribir su idioma; entregaron el papelito a los de la NASA y se retiraron con una sonrisa. Como es lógico, los norteamericanos tenían curiosidad respecto al contenido del mensaje, pero ningún hopi de la región aceptó traducirlo. Así que, tras mucho buscar, hallaron a alguien que trabajaba con mensajes codificados usando lenguas indígenas; hizo malabares con sus enormes computadoras, hasta que el mensajito de los hopis a la gente de la Luna fue traducido: “Hermanos –decía–: no le crean nada a estos individuos que les han entregado el mensaje. Ellos sólo vienen a quitarles sus tierras”.

La pregunta es si una relación puede ser intercultural sin ser también intereconómica o interpolítica. Porque en nuestros países pluriculturales, la interculturalidad –comprendida como aquella que “Propicia y garantiza la expresión de las diferencias como prácticas sociales válidas”– debería suponerse inherente a todos los procesos, sobre todo al de la comunicación. Más aún, toda comunicación, de alguna forma, ya es intercultural. Pero hay, en efecto, un bloqueo porque el problema no es la comunicación en cuanto tal, sino la fuente de la cual procede y los intereses que incuban los contactos.

El solo hecho de llegar a una comunidad para decir algo, ya comunica que –en primer lugar– soy de los que saben palabrear, pero no necesariamente estoy dispuesto a escuchar. Por eso resulta normal que un experto en desarrollo llegue al campo a difundir con autoridad su cantinela, pero si un comunero llegara a la ciudad a proponer que se derriben los fríos edificios de concreto para convertirlos en saludables chacras, sería enviado inmediatamente al manicomio. El diálogo es estéril en condiciones de desigualdad. Y no hay que ser un erudito para darse cuenta que el discurso hegemónico tiene todas las sartenes por el mango, la educación por el currículo y los medios por la imagen. De manera que los pueblos indígenas no dirigen la in-comunicación mundial, pero sí la padecen. Así, resulta normal que los de abajo acepten y repitan lo que el poder dominante mande, mientras su propia palabra y sabiduría queda relegada al escaparate de lo folklórico, a lo pintoresco o lo atrasado. Como se sabe, la negación del otro mediante su aniquilación física ha caracterizado a casi todos los procesos colonialistas. Y su aniquilamiento espiritual o cultural es uno de los rasgos fundamentales del llamado “pensamiento moderno”

La sola palabra “herejía”, para citar un caso –que el diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que significa “Error en materia de fe” o “Disparate, acción desacertada” –, proviene del griego hairesis (αἵρεσις), que significa “elección”, es decir, el derecho de elegir y de tener una posición divergente.

Fue el emperador romano Constantino I quien en el año 313 impuso la pena de excomunión contra las llamadas desviaciones heréticas respecto al dogma. Han pasado más de 1700 años con sus miles de kilómetros y seguimos arrastrando condenas de esa laya.

Por eso, en materia de comunicación, y más aún si se trata del cambio climático, hemos de ser herejes, es decir, dispuestos a elegir nuestro propio discurso, sacándole el cuerpo a la convergencia manipuladora, y tratando humildemente de reflejar la voz que la propia Tierra quisiera decirnos a través de quienes no han renunciado a su filiación con ella. Aún hoy, las únicas voces que siguen hablando del mañana son las voces del pasado, acendradas en quienes nunca son escuchados, enraizadas en los que siempre son despreciados, y cobijadas en los que pronto son silenciados.

En la relación intercultural es imperativo reconocer las desigualdades sociales para identificar la naturaleza de las contradicciones y dar respuesta a la polarización producida por las asimetrías. Solo así la comunicación intercultural puede tramontar los perímetros y extenderse a todos los ámbitos de la vida social, en el afán de rectificar toda la estructura que genera pobreza, exclusión, impunidad y postergación.

Lo intercultural

El Requerimiento era el documento oficial que los conquistadores usaban para legalizar el sometimiento de las comunidades indígenas. El cronista Fernández de Oviedo, a principios del siglo XVI, cuenta que –en una ocasión– el gobernador Pedrarias Dávila trataba de dar a conocer el Requerimiento a los indios y que, como estos no parecían entender, él le dijo: “Señor, paréceme que estos indios no quieren escuchar la teología de este requerimiento… Mande vuestra merced guardarlo hasta que tengamos a algunos de estos indios en la jaula para que despacio lo aprendan”.

Es obvio que lo intercultural no es solo cómo se comunica sino, sobre todo, qué se comunica y por qué o para qué se comunica. Más aún cuando se comprende que la conquista y el despojo de nuestros pueblos es una historia que todavía no ha terminado. Pero hay por lo menos dos gruesos factores más que encanijan los vínculos interculturales: uno es la abismal distancia entre los intereses individuales y las búsquedas colectivas; es decir, poca sintonía puede haber si los emisores y receptores no coinciden en el destino social de sus propósitos. Y el otro es el nivel de percepción y relación que se tiene con el entorno. Mucha arrogancia exhuma una sociedad que otorga tanto poder al raciocinio sin dejar espacio a los acercamientos perceptivos. La tierra resulta ser solo un recurso explotable en beneficio de la industria, un mero objeto a ser sometido, una simple máquina a ser manejada.

Si desde el campo digo que los pájaros avisan que va a llover, estoy diciendo en primer lugar que creo en lo que los pájaros me dicen y que respeto lo que dicen. Si estoy seguro que los cerros se ponen una bufanda de nube para anunciar los aguaceros o que las shangulays están rezando para despedir el verano, es porque asumo esta percepción como inseparable de mi propia naturaleza. No hay relación intercultural si no aprendo a escuchar. Es ineludible bajarse del caballo para aceptar que somos inmensamente ignorantes si nos hemos formado con cánones que han objetalizado la naturaleza suprimiéndole el encanto.

Alguien dijo alguna vez: “La experiencia más bella que podemos tener es el misterio. Es la emoción fundamental que se encuentra en la cuna del verdadero arte y la verdadera ciencia. Quien no lo conozca y no se pregunte por ello, quien no se maraville, está como muerto y sus ojos están oscurecidos... Si perdemos el sentido del misterio, la vida no es más que una vela apagada”. No fue un poeta romántico quien lo dijo. Fue Albert Einstein, el científico considerado uno de los genios más prominentes de la historia humana. Pero él también dijo que “Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana”: una hora y media después de haber muerto, un patólogo extrajo el cerebro de Einstein para ser estudiado y fue cortado en 240 bloques que encapsularon en probetas de plástico. Desde 1955 hasta ahora lo único que han descubierto es que una de sus cisuras estaba truncada. En vida, Einstein había dicho: “No tengo ningún talento: sólo soy apasionadamente curioso”… “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.

Medio ambiente

La alarma vino del norte, pero la culpa la tuvo el sur. En 1972, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, Suecia presentó la preocupación por la lluvia ácida y la contaminación por pesticidas y metales pesados, la tierra había empezado a pasarle la factura al desenfreno industrial de la post guerra occidental.

No obstante, los pobres fueron acusados como los causantes de la destrucción y fue a ellos a quienes se dirigieron las costosas campañas de concientización ambiental. Pero más aún, la ecuación decía que si se eliminaba la pobreza, la amenaza se acababa. Y que la forma de eliminarla era desarrollando el crecimiento a costa, precisamente, del medio ambiente.

Desde esa óptica embustera y chantajista, un bosque vivo solo contribuye al desarrollo si los árboles son talados y la madera es vendida. Es decir, “Una sociedad saludable no contribuye al crecimiento, porque son las enfermedades las que generan crecimiento a través de la venta de medicamentos patentados”. Lo que sigue siendo cierto es que menos del 20% de la población mundial consume más del 80% de los recursos del planeta. Y en nombre del progreso se arrasan en el mundo entre 16 y 20 millones de hectáreas boscosas por año; cada día mueren 40,000 niños por desnutrición y, para fabricar un anillo de oro de 6 gramos, tienen que removerse hasta 5 toneladas de tierra fértil y 4 toneladas de roca madre.

De manera que el problema no es la pobreza sino la riqueza que la ocasiona, la codicia que la provoca, el sistema que la sustenta y la comunicación que la justifica. Este vértigo ambiental, esta bancarrota climática, esta hecatombe terrena solo es reflejo del colapso moral de quienes se arrogan el derecho de dirigir los destinos del mundo. Pero también del naufragio afectivo y la clamorosa languidez de quienes nos limitamos a ver pasar la procesión de este siniestro.

No es en las culturas indígenas donde tiene que reinventarse el respeto ni forzarse a la tolerancia, porque la diversidad es inherente a su esencia. No hay cultura originaria que pretenda ser monopólica o que aspire a ser hegemónica.

Es en estas culturas en las que aún persiste un estado de conciencia superior que permite reconocer la procedencia misma de la vida y no olvidar nunca el cordón umbilical que nos reúne en la existencia comunitaria. No estamos hablando de glorias pasadas cuando recordamos que miles de años antes de que existiera la palabra “ingeniería” (que viene de engine, que significa máquina), ya se habían criado en los Andes más de 4000 variedades de papas y otros cientos de frejoles, maíces, frutos y tubérculos diversos que ventilaron el hambre del mundo.

Esta colosal crianza solo fue posible desde la observación fraterna y la respetuosa relación comunitaria con la geografía, el agua y los factores climáticos… pero ya sabemos que poca ventaja tienen quienes viven ligados a los pálpitos de la Madre Tierra. Porque resulta que el flagelado se merece el castigo por el hecho de tener espalda: algunos entendidos llaman incluso “la maldición de los recursos naturales” al hecho que la riqueza engendre fatalmente la miseria, sobre todo cuando prima el denigrante vasallaje de quienes endiosan el extractivismo.

Por Alfredo Mires Ortiz
http://bibliotecasruralescajamarca.blogspot.com.ar/2015/05/la-cultura-como-herejia.html
Fuente: ponencia presentada por nuestro corresponsal en el Foro Público sobre Comunicación Intercultural para la Defensa de la Madre Tierra.
Fecha: 11/12/2015

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